Todos tenemos en la cabeza la idea de que, como padres, sabemos lo que es correcto y lo que no, sabemos lo que está bien y lo que no, y por tanto, sabemos cómo debe comportarse nuestro hijo y cómo no debe comportarse.  Tenemos la idea, la convicción, de que es nuestra obligación como madres y padres hacer que nuestros hijos se porten bien.

Hemos sido educados bajo la premisa de que es nuestra obligación como padres hacer que nuestros hijos se comporten bien, y si no lo hacen, es que estamos perdiendo el control, lo que conducirá, inexorablemente, a que nuestro hijo acabe haciendo lo que le da la gana, que nos cogerá la medida, y nos manipulará a su antojo.

 

La autoridad e imponer nuestra voluntad

 

En nuestra cultura, cuando alguien se otorga autoridad (padre, madre, maestro) automáticamente entiende que es responsable de hacer que las personas “a su cargo”, sean hijos, pareja, alumnos… se comporten de una determinada manera.

Sin embargo, esta idea es destructiva. Y además, llevamos todas las de perder. Porque siempre que nuestro objetivo sea imponer nuestra voluntad, la persona a la que se la imponemos se va a resistir, no importa qué le pidamos.

La idea de imponer a otro nuestra voluntad, de conseguir que hagan lo que nosotros queremos bajo el uso del poder, amenaza la autonomía de las personas, su derecho a decidir.

Este derecho a decidir, es decir, la autonomía, es un derecho con el que nacemos, es inalienable. Y siempre que alguien sienta que no puede decidir, que no puede elegir, incluso aunque vea el propósito y el sentido de hacer lo que le pedimos (e incluso tenga ganas de hacerlo), se va a resistir y se va a oponer.

Y esto ocurre igual en adultos que en niños, más si cabe en estos últimos. Porque nosotros hemos sido criados en la cultura de la obediencia, en la del castigo si no hago lo que me piden, y el premio si me comporto como se espera.  Sin embargo, los niños nacen autónomos y con plena confianza en si mismos, pero nosotros, los adultos, nos encargamos de anestesiar esta autonomía y confianza con métodos que buscan sometimiento a nuestros deseos (aunque lo hagamos con la mejor de las ideas).

El castigo, premio o amenaza se utiliza para cambiar un comportamiento que no nos gusta, o para conseguir o provocar un comportamiento que nuestro hijo no tiene y queremos fomentar. El comportamiento de nuestro hijo es como una lucecita roja de que algo está faltando, normalmente presencia (está solo, le falta nuestra mirada, nuestra atención), está cansado, está frustrado. También puede estar faltando conexión. Esa lucecita roja también va a ser un indicativo de lo que YO, mamá, tengo que transformar en relación a cómo yo resuelvo conflictos.

Si en vez de hacerle algo al niño, le doy presencia, valido su estado de ánimo e intento conectar, su conducta cambiará también, pero sin manipulación. Hacer algo por y para él. Cuando la conducta de un niño es hostil, suele ser porque falta vínculo afectivo, que dependerá del momento y edad (cuando es un bebé, será estar cogido en brazos, faltará contacto corporal. Con 5 años puede ser jugar con mamá, contacto con mamá…) en general es falta de los pilares de la crianza consciente.  Si volvemos a intentar mejorar la conexión, su comportamiento cambiará como efecto secundario. Si yo me siento mal me voy a comportar de forma hostil, si yo me siento bien, me voy a comportar de forma pacífica y amorosa. Pues igual pasa con los niños.

Gandhi dijo “sé el cambio que quieres ver en el mundo”.

Pues yo te digo: “Sé tú el cambio que quieres ver en tu hijo”. 

Nuestros hijos aprenden por imitación, somos su espejo. Cuando tú cambies, cambiará él.

Una de las quejas más habituales de los padres es que sus hijos no recogen los juguetes, no se duchan cuando se lo piden, tienen que repetir veinte veces las cosas antes de que las hagan, y normalmente las hacen después de un par de gritos y de recriminaciones.

¿Y qué hacen estos padres? Imponer su voluntad. Obligar a sus hijos a hacer lo que les dicen que hagan por la fuerza, aplicando castigo, chantaje o amenaza. Lo que conlleva una automática pérdida de conexión, de confianza, y por tanto, resistencia, rebeldía y revancha.

 

 

VALE LAURA, ENTONCES ¿DEJO QUE HAGA LO QUE LE DE LA GANA?

 

Es normal que te plantees que la ausencia de castigo sea una especie de permisividad que consista en no hacer nada cuando tus hijos se comporten de maneras que no están en armonía con tus valores o tus necesidades. Normal que pienses que si no les castigas, simplemente vas a dejar que hagan lo que quieran.

Sin embargo, como en todo en la vida, en la crianza no hay solo blancos o negros. Entre los métodos punitivos o coercitivos (premio, castigo, amenaza) y la permisividad (no hago nada y que mis hijos hagan lo que quieran), existe una manera de educar que no consiste en usar nuestro poder sobre otros, tratando de ejercer el control y forzar a los niños a hacer lo que nosotros queremos que hagan, sino usar nuestra influencia para, actuando nosotros de manera respetuosa con sus necesidades, ellos aprenderán a respetar las nuestras, siempre que haya equilibrio entre ambas.

Sin embargo, este punto medio, que no es más que un estilo de crianza basado en el respeto mutuo (autoritativo-democrático) requiere que seamos conscientes de la importante diferencia que existe entre tener como objetivo que los demás hagan lo que queremos, y en su lugar, tener claro que el objetivo es lograr y crear una conexión necesaria para que las necesidades de todos puedan ser satisfechas.

En todas las familia hay choques entre las necesidades de los padres y las necesidades de los hijos. Y ESTÁ BIEN. ES NORMAL.

Pongamos un ejemplo:

  • (mamá) “creo que mi hijo de 4 años debe recoger solo sus juguetes”.
  • (niño) “no quiero recoger, porque prefiero seguir jugando”.

Ambas necesidades son lícitas y legítimas. La necesidad de mamá es tener todo recogido. La del niño es seguir jugando. Y ambas son correctas. Pero la necesidad de mi hijo de seguir jugando es la que le corresponde por edad y por etapa de desarrollo, y obligarlo a recoger solo conducirá a una lucha de poder y falta de conexión. Pero claro, la necesidad de mamá es también lícita. Todas queremos tener una casa recogida, y ver la habitación de nuestro hijo como una leonera, donde los clips de playmobil conviven con las construcciones de lego y los rotuladores y folios, todo ello repartido a lo largo y ancho de la habitación, nos hace desesperarnos a cualquiera.

 

¿Qué podemos hacer?

 

Trataremos de buscar una solución que nos satisfaga a los dos. Pero esto no lo vamos a hacer de forma punitiva, impuesta, por la fuerza, sino con empatía y respeto. Eso si, ya os aviso que esto no se consigue de un día para otro. Los cambios y aprendizajes importantes no se logran en un día. Expresar mis necesidades, validar las de mi hijo, buscar acuerdos… ese es el camino.

Seguimos con el ejemplo anterior. Recordemos que la necesidad de recoger es solo mía, mi hijo no la comparte ¿Qué podríamos hacer para empatizar con la necesidad de mi hijo de seguir jugando sin recoger?

Podríamos proponerle recoger entre los dos, mediante juego, para poder jugar juntos a otra cosa. ¿Qué niño se resistiría a jugar con su madre?  Te aseguro que recogerá encantado, y más si lo hace contigo.

Otra opción podría ser cambiar el “si” por el “cuando”:

En vez de “si no recoges, te quedas sin ver los dibujos”, podríamos decirle “cuando recojas/recojamos la habitación, vemos juntos los dibujos”.

 

Cambiar la exigencia por la petición

 

El problema que nos encontramos es que muchas veces solo hablamos con nuestros hijos para exigirles algo, y eso crea rechazo (el cerebro reptiliano, que toma el mando en situación de conflicto, solo verá como opción la confrontación o la huida).

PROBEMOS A PEDIR, EN VEZ DE EXIGIR.

Aprender a escuchar mejor, a escuchar los sentimientos y necesidades detrás del comportamiento, de la negativa a hacer algo que les pedimos/exigimos hacer, es fundamental para lograr una conexión verdadera con nuestros hijos. Lograr que hagan las cosas por propia elección, y no porque les forzamos a ello, debería ser nuestro máximo objetivo como padres.

 

Las limitaciones del castigo a través de dos preguntas

 

Podemos ver las limitaciones del castigo, del uso punitivo de la fuerza y del premio, haciéndonos dos preguntas:

Primera pregunta: ¿Qué quieres que tu hijo haga de otra manera?

Ciertamente así podría parecer que el castigo o el premio serían métodos válidos, ya que funcionarían y harían que nuestros hijos hagan lo que queremos, o dejen de hacer aquello que nos molesta.

Pero aquí viene la segunda pregunta: ¿Cuáles quieres que sean las razones que muevan a tu hijo a actuar como quieres que actúe? Sed sinceros ¿quieres que tu hijo actúe como tú quieres simplemente para evitar un castigo, o para obtener un premio? ¿qué pasará cuando no haya castigo, o cuando no haya premio?

Esta es la pregunta que nos ayuda a comprender que no solo no funciona el castigo, sino que entorpece el objetivo de que nuestros hijos hagan las cosas por motivación intrínseca, porque sepan que es lo correcto y actúen en consecuencia, que tomen responsabilidad, determinación, y confianza.

 

El amor incondicional

 

Además, hay otro componente en tratar de obligar a nuestros hijos a hacer lo que queremos, a través del control y la exigencia. Cuando los niños perciben esta exigencia, les parece que nuestro amor y respeto están condicionados. Se formaría la creencia de que solo vamos a quererlos si hacen lo que queremos y nos obedecen. Y sabemos que no es verdad, pero no es así para el niño.

Ahora bien, insisto, que comuniquemos nuestro amor incondicional, que les transmitamos nuestro amor hagan lo que hagan, no significa que nos tenga que gustar lo que hacen, no significa que tengamos que ser permisivos y renunciar a nuestros valores y necesidades, dejando que hagan lo que quieran. Lo que requiere es que mostremos a nuestros hijos el mismo amor, respeto y aceptación cuando hacen lo que queremos y cuando no lo hacen. Cuando hemos mostrado ese respeto mediante la empatía y el reconocimiento de las necesidades de nuestro hijo, tomándonos el tiempo que sea necesario para entender por qué nuestros hijos no hicieron lo que nos habría gustado que hicieran, entonces podremos pensar de qué manera podemos influir y enseñarles para que, de manera voluntaria, hagan lo que nos gustaría que hicieran.

Esto lleva tiempo, y en la mayoría de ocasiones requerirá que hagamos nosotros mismos aquello que queremos que hagan, para que a través del ejemplo, acaben haciéndolo de manera autónoma, por ejemplo, recoger, poner la mesa, quitar la mesa… los niños están deseando cooperar y contribuir, pero anulamos este deseo cuando les obligamos a hacer aquello que queremos, en vez de pedírselo y trabajar, paso a paso, esa asunción de responsabilidades.

Porque el amor incondicional requiere que las personas, y en este caso, nuestros hijos, sepan que pueden confiar en que contarán con nuestra comprensión, independientemente de cómo se porten. Es la única manera de lograr una auténtica conexión, que conduce de forma irremediable al respeto mutuo y a que tengan en cuenta nuestras necesidades. Una vez que hayamos empatizado con las necesidades, emociones o actos de nuestro hijo, cuando el niño o niña sepa que aunque se haya equivocado cuenta con nuestro amor y apoyo incondicional, entonces estará el terreno abonado y preparado para educar, para enseñar al pequeño, primero, por qué ha actuado así, segundo, por qué dicha actuación no es adecuada y tercero, enfocarnos en soluciones (no en culpables).

Otras situaciones requerirán la misma validación y empatía, y además, otorgar alternativas para que el niño tenga poder de decisión. Por ejemplo, la ducha. Si decidimos que nuestro hijo tiene que ducharse, podemos obligarlo, y de esta manera hacer que durante muchos años aborrezca la ducha, y tengamos una lucha de poder, conflictos y peleas cada tarde, o bien buscar acuerdos que nos satisfagan a todos, como puede ser darle a elegir si prefiere ducharse solo o que le duchemos nosotros, si prefiere ducharse antes de jugar, o después… toca echar mano de la imaginación y creatividad de cada familia.

En definitiva, el uso del poder, autoridad o fuerza para conseguir que otros (nuestros hijos) hagan lo que nosotros queremos, solo conducirá a luchas de poder y sentimientos de rebeldía, venganza e inferioridad. Si nuestro hijo siente que siempre pierde, que nunca puede decidir, y que si decide y se equivoca, obtendrá un castigo, olvídate de que cuando sea adolescente y adulto, sepa manejar conflictos, sepa tomar buenas decisiones, sepa asumir responsabilidad por las malas decisiones, y lo peor, olvídate de que confíe en ti.

Sinceramente, yo no quiero inculcar a mis hijos la obediencia ciega, la obediencia porque si, porque yo lo digo (hoy lo digo yo, pero mañana será un jefe o jefa, una pareja…), la sumisión a la autoridad, sea cual sea esta. Quiero que mis hijos tengan voz y tengan voto. Tengan juicio y asertividad. Sean capaces de decir NO, y de mantenerse cuando así lo estimen. Que luchen cuando algo no sea justo. No quiero borregos.

¿Y qué conseguirás validando, otorgando poder a tu hijo, capacidad para tomar decisiones, y sobre todo, que será querido tanto si hace lo que queremos como si no lo hace, y conectando con él para luego poder educarlo y acompañarlo en su desarrollo? 

Autoestima, responsabilidad, respeto, empatía, capacidad para tomar decisiones, confianza en sí mismo y confianza en ti… Vamos, que para mí, no hay color…

 

 

 

 

 

 

 

¿Qué opinas?

Os deseo a todos un feliz y consciente día!

 

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